- Entre la pampa y el océano, Taltal guarda las huellas de un enorme pasado. A través de los vestigios del ferrocarril, este reportaje recorre la historia de una ciudad que fue un enclave estratégico de la minería. La comuna refleja los ciclos de auge y abandono característicos del extractivismo que marcó (y marca) nuestro norte.
Si hablaran, los rieles del ferrocarril –cubiertos por el polvo del desierto– podrían contar las historias de cuando Taltal era una ciudad cosmopolita, donde resonaban conversaciones en varios idiomas y donde las casas de cambio operaban con las principales monedas.
El historiador de la Universidad del Alba, Milton Godoy Orellana, con una vida dedicada a la investigación, dice enérgico: “el ferrocarril, como medio de transporte, era el corazón que conectaba a Taltal, un nodo que lo comunicaba con la extensa red del capitalismo mundial”.
Puerto del desierto
Cuando se le consulta sobre los orígenes de Taltal, explica sin titubear: “El error más grande es pensar que el ‘Manco Moreno’ fundó esta ciudad. Nunca tuvo la intención de fundar nada. Su motivación era el beneficio personal”.
Según los documentos que Godoy ha rescatado de archivos chilenos, argentinos, bolivianos, británicos y franceses, José Antonio Moreno Palazuelos, apodado ‘el Manco’, fue un hombre que instaló un muelle para su propio uso en 1858. Para entonces, Taltal era minúsculo, no más que una caleta, frecuentada por algunos pescadores mestizos.
El verdadero visionario, explica el Doctor en Historia, fue un científico francés llamado Amadeus Pissis. Contratado por el gobierno chileno, Pissis miró este pequeño punto en la costa y vio algo que otros no: “la puerta del desierto”.
“Él entendió la importancia estratégica de este lugar. Era la entrada de Chile al control del desierto de Atacama, el acceso a grandes riquezas”, dice.
En 1877, el Estado chileno fundó oficialmente Taltal. Era un acto de soberanía disfrazado de desarrollo urbano, una jugada en el tablero geopolítico que precedería a la Guerra del Pacífico. Chile necesitaba puertos, y Taltal era perfecto para lo que vendría.
The Taltal Railway
Un ferrocarril es una arteria que conecta mundos y que transforma el territorio. En 1882, cuando la primera locomotora de The Taltal Railway Company silbó y avanzó cargada de esperanzas (y toneladas de salitre), pocos podían prever que estaban presenciando el nacimiento de lo que Godoy llama “la nitrópolis del desierto”.
“El tren es hijo de la mina”, recita el historiador, citando a Eric Hobsbawm, “y en el Norte Grande, el tren es hijo del salitre”.
El camino no fue sencillo. El salitre de Taltal tenía leyes bajas y la falta de agua hacía costosa la operación. La salvación vino de las entrañas de la tierra: primero una mina de plata en Cachinal de la Sierra, luego un yacimiento de oro. Estos descubrimientos mantuvieron a flote la economía local mientras el ferrocarril se asentaba y expandía.
Control desde las alturas
Desde los cerros que dominan Taltal, la ciudad se extiende hacia el mar como un tablero de ajedrez. “Desde estas alturas, los ingleses controlaban todo”, explica Godoy. “Era un sistema panóptico, igual al que aplicaron en sus colonias. Veían cada movimiento en el puerto, cada tren que entraba o salía, cada barco que se acercaba”.
Entre 1900 y 1910, la década dorada de Taltal, los ojos británicos contemplaban una ciudad próspera de 27 mil habitantes. Los pitos del tren marcaban los ritmos de la vida cotidiana, dividiendo el día en turnos de trabajo, horas de comida y momentos de ocio.
“Lo que debemos pensar es el modelo reticular”, explica el historiador, quien dibuja en un papel una red de puntos y líneas. “El ferrocarril no era solo una línea recta; era una telaraña que unía nodos de producción (oficinas salitreras) y comercio (ciudades, pueblos)”.
El sistema comenzaba en el puerto, el principal espacio nodal que conectaba con los mercados internacionales. De allí partían las vías hacia las estaciones ferroviarias, que a su vez se conectaban mediante ramales o sistemas Decauville (trenes más pequeños) con las oficinas salitreras como ‘Alemania’, ‘Chile’, ‘Santa Luisa’ o ‘Delaware’.
En 1913, esta red alcanzó su máximo desarrollo cuando el Ferrocarril Longitudinal, que recorría Chile de norte a sur, se unió con el ramal de Taltal en la Oficina Catalina. Es decir, con el tren que bajaba del interior hacia la costa.
Lamentablemente, lo bullente de esa época no duró demasiado.
Cuando Europa estornudaba...
El colapso económico mundial de 1929 arrastró al norte hacia el abismo. “En los mercados de minerales de Europa se movía un poco la aguja del precio del salitre y en Taltal se movía todo”, explica Godoy Orellana. En otras palabras: cuando Europa estornudaba, a Taltal le daba pulmonía.
Las crisis se sucedieron como olas: 1913, 1916, 1921, 1926, y finalmente, la más grande de todas: la de 1929. Cada una dejaba la ciudad más vacía, más olvidada. La Segunda Guerra Mundial trajo un breve repunte, pero para entonces el ferrocarril era ya una carga para sus propietarios ingleses.
En 1956, el empresario chileno de origen árabe, Julio Rumié, adquirió lo que quedaba de la Taltal Railway Company. No lo compró para operarlo, sino para desmantelarlo y venderlo como chatarra.
Poco más de una década después, Soquimich (creada en 1968), intentó revivir la Oficina Alemania, que Salvador Allende rebautizaría como ‘Unidad Popular’ durante su visita en 1972. El golpe militar terminó con este último intento de mantener viva la producción salitrera.
Los que se quedaron
Taltal ya no tiene los casi 30 mil habitantes que tuvo hace más de un siglo, ni tampoco todo el comercio ferroviario de salitre y minerales. Sin embargo, la muerte del ferrocarril no significó la muerte de la ciudad, la cual está viviendo un nuevo auge debido a las energías renovables.
Sobre la participación de ingleses en el ferrocarril, el investigador de la Universidad del Alba comenta que “a ellos nunca les importó hacer un poblado en la costa del desierto. Les importaba ganar dinero”.
Cuando el salitre sintético hizo que el natural dejara de ser competitivo, los accionistas en Londres no dudaron: vendieron y se fueron. El capital es nómada: va donde hay utilidades y arranca cuando se acaban. “Si hay que reconocer algo”, continúa Godoy, “es a los habitantes que se quedaron, que construyeron espacio urbano y que persistieron en el desierto”.
El historiador describe familias que, generación tras generación, se negaron a abandonar Taltal, incluso cuando todo parecía perdido.
Turismo y memoria
Anochece en el desierto. La temperatura cae mientras las sombras se acercan a las ruinas de la Oficina Delaware, una de las mejor conservadas de la zona. Allí, donde hace un siglo trabajaban miles de personas extrayendo el mineral que fertilizaba los campos de Europa, ahora solo hay silencio.
“Lo que más me interesa en este momento es sensibilizar a la población respecto al tema de las salitreras que aún quedan en Taltal. Todavía estamos a tiempo de recuperar esta historia”, afirma el investigador.
A diferencia de las famosas oficinas de Humberstone y Santa Laura en Tarapacá, declaradas Patrimonio de la Humanidad, las salitreras de Taltal han quedado –por el momento– en el olvido. Godoy, junto a otros profesionales, trabaja en un proyecto para crear una ruta turístico-patrimonial que incluya Delaware, Santa Luisa y Alemania, las mejor conservadas. “La riqueza ya no está en el salitre, pero sí en el turismo y en la memoria histórica”, expresa.
No hay que ver las ruinas del ferrocarril de Taltal sólo como vestigios arqueológicos; más bien son advertencias tangibles en el desierto, recordándonos que cualquier desarrollo sustentable para esta región debe romper con la lógica extractivista que por más de un siglo ha dictado su destino, dejando a su paso pueblos fantasmas, promesas incumplidas y cementerios… Muchos cementerios.
Artículo originalmente publicado el 15 de mayo de 2025 en el diario La Estrella.